Hoy os invito a acompañarme en un particular recorrido por las tiendas de Villalba. 30 años después de haber llegado a Villalba, camino por las mismas calles y todavía me acompañan muchos establecimientos que me vieron crecer. Siguen ahí, después de tanto tiempo y es un placer contar con comercios que te saludan por tu nombre al entrar y saben lo que necesitas, sin apenas hablar. ¡Ojalá se valorase más al pequeño comercio, que aun, hoy en día, tiene mucho que enseñar!
Recorro el pueblo de Villalba, a menudo, andando por sus calles. Es una sensación agradable, como si estuviera caminando por un lugar cercano, conocido, familiar…
Me vine a vivir a este pueblo, hace apenas unos tres años, y desde que llegué, todo está siendo positivo y me siento feliz de estar aquí. Mi familia veraneaba en Collado Mediano. Teníamos una casita adosada, que mi padre alquilaba todos los veranos por tres meses. También era muy dichosa allí.
Pero un día, de la noche a la mañana… mi hermana mayor vino diciéndole a mi padre que tenía que conocer la urbanización donde vivía su amiga Teresa, porque estaba segura de que, tanto a él, como a mamá, les iba a encantar. Y así fue, cómo Las Suertes se convirtieron en mi segundo hogar…
Me debí de trasladar de pueblo, a la edad de 14 años, porque recuerdo, que, aun veraneando en Collado Mediano, nos veníamos en el tren hasta Villalba, para “colarnos”, mis amigas y yo, en la mítica discoteca Botticelli. Como podéis adivinar, era menor de edad, pero eso daba igual. Unos buenos tacones, un poquito de rímel y ahí pasábamos toda la tarde, venga a bailar.
Y de camino a la discoteca, a mí me gustaba mucho, hacer la primera parada, en la pastelería Hernández. ¡Qué olor más rico a bollería, se desprendía, nada más bajar del cercanías! Me encantaba recorrer su largo pasillo, y llegar hasta el fondo, donde las palmeras de chocolate me miraban golosonas, desde la vitrina.
Hoy siguen en el mismo lugar. Es una empresa con tradición, fundada en 1954. El otro día, acompañé a mi sobrino Martín, que se le había antojado un suizo. Hacía tiempo que no entraba, y tuve una grata sensación. Todo seguía igual. Cerré por un instante los ojos, y sentí el mismo olor, de cuando a mis 14 años, se me derretía el paladar.
Pero ahí no quedó ahí la cosa, y ya que estábamos los dos en la calle Real. Aproveché para cambiar la pila de mi reloj. Le pregunté a Martín si tenía prisa y me dijo que no, que los deberes los tenía acabados, y que se venía conmigo toda la tarde.
Llamamos al timbre de la joyería “Casa Juan”, y nos abrió la puerta un señor de cierta edad. Él no me reconoció, pero yo le recordaba perfectamente, era el dueño de aquella emblemática y especial relojería. Un negocio familiar del año 1972.
Tranquilo, educado y eficaz. Le entregué el reloj. Tardó un ratito en volver. Me entretuve mirando todos los expositores. Al momento apareció su hijo, un hombre sereno y profesional. Y con un aire alegre y jovial, me preguntó si estaba atendida, le dije que sí.
Volví a cerrar los ojos y recordé con una nitidez transparente la primera vez que entré en esa joyería. Fue con mi madre, tendría 16 ó 17 años. Me quería regalar algo pequeñito, para colgar de una cadena, pues sabía que llevaba tiempo detrás de un colgante pequeño de oro.
Ya se lo había dicho con anterioridad, pero como mi madre a veces olvida las cosas, ese día fue muy especial. Paseando con mi padre de camino a la estación, vio una pequeña bellota de oro, en el escaparate principal. Entró en la joyería sin vacilación y le dijo al dueño, que se la guardara hasta mañana, que vendría con su hija, y no quería arriesgar quedarse sin ella.
Cuando la ví, supe que era para mí y casi 30 años después, luce en mi escote, como si fuera ayer. Nos despedimos del relojero y de nuevo en la calle Real, observo los otros establecimientos, que nada tienen que ver con los de antaño.
Argentinos, rumanos, chinos…Unos asentados desde hace tiempo, otros acaban de llegar. Siento una mezcla de tristeza y de nostalgia, al ver desaparecer tanto comercio, pero al mismo tiempo, me consuelo pensando que los que echaron profundas raíces, aún siguen en pie.
La tarde no la vamos a desperdiciar, y ya que tengo una compañía inmejorable, le vuelvo a preguntar: si no le importa acompañarme, a por una cremallera, para una falda, que no acabo de arreglar.
-Jo tía: parece que me llevas de recadero, de una tienda a otra. –
-No eres mi recadero, eres mi “compañero de compras oficial”. –
Me mira con gesto cansado, le tiro de la mano y le prometo invitarle a un rico helado, si me acompaña sin rechistar. El helado ha surgido efecto y ahora camina a mi lado, más feliz que una perdiz.
Parece que la emoción se ha apoderado de mí al entrar en uno de los comercios más antiguos de Villalba. Droguería, mercería y mucho más. Cuyo nombre aparece en los rótulos de la entrada como “Comercial de la Cámara”. Otro negocio familiar que data de 1950.
Detrás del mostrador nos recibe Pedro, un atractivo hombre, que sabe de su condición de galán, por la cantidad de señoras a las que atiende y ha atendido a lo largo de toda su vida. O por lo menos a mí, es la impresión que me da. Rápido, enérgico y cargado de vitalidad. Le pidas lo que le pidas te lo va a encontrar. Y si no lo tiene, te sugiere dónde ir a comprarlo, o te da una solución.
Disfraces para niños y mayores, bobinas de hilos de todos los colores, cremalleras para cualquier prenda, un catálogo infinito de botones, que te muestra sobre cartones cosidos a mano, y te los enseña uno a uno, como si se tratara de un álbum de fotos familiar. Todo aderezado con un olor a cosméticos, jabones, productos de limpieza y cremas solares, para el verano.
Cualquier cosa que necesites, ahí la vas a encontrar. Se le ve feliz, atiende con verdadero entusiasmo y eso, hoy en día, es muy difícil de encontrar.
Salimos a la calle y vuelvo la mirada hacia atrás. Bajo mis pies, unas escaleras que dan a una pequeña frutería. Pero el tamaño no es proporcional al género que hay en su interior, y que luce increíble en el exterior. Manzanas verdes, rojas, rosadas. Tomates que se salen de las cajas. Ciruelas moradas a punto de reventar y una cantidad de verduras, hortalizas, de las que tampoco encuentras, fácilmente, en el comercio de hoy en día.
Me entran ganas de abrazar a su dueño, y decirle que no se vaya, (al parecer tiene pensado cerrar), porque es parte de este pueblo, y nos da, confianza e identidad. No quiero ponerme nostálgica, así que nos vamos directos a por el helado…
Continuamos subiendo por la calle Real, y como su nombre indica, es la principal, flanqueada de lado a lado, por sus tiendas de antaño y por las que acaban de llegar. Como la heladería a la que nos dirigimos, Il Gelatto.
Nos sentamos en su terraza y vemos a la gente pasar. Hay mucho extranjero que ya forma parte del paisaje. Villalba se ha convertido en un pueblo multicultural. La gente de otros países viene a echar raíces aquí. No les ha debido de resultar nada fácil, sin embargo, les siento felices.
Me quedo embelesada viendo a una madre muy joven, de apenas 18 años. Con su hija de la mano, y otro retoño que viene detrás. Cruza la calle y pasa de largo junto a la Gaditana. Famoso establecimiento, por sus pollos asados para “llevar”.
De nuevo, retrocedo en el tiempo y vuelvo a mis 15 años. Todos los domingos, mi padre nos mandaba a mi hermano Fran y a mí, a recoger los pollos que había encargado por la mañana. A las dos en punto, cogíamos nuestras bicis, atravesábamos las vías de la estación cargando a pie con ellas, y al llegar de nuevo a la calle Real, metíamos primera y tardábamos medio segundo en llegar. ¡Qué olor a pollos recién asados, a patatas fritas crujientes, a croquetas de jamón…!
Ahí sigue en pie, “La Gaditana”, en medio de la rotonda más importante de la localidad. Otro establecimiento de los de antaño, de los de toda la vida, de los que dan identidad a este pueblo, y que estoy segura, de que todos ellos, duraran mucho tiempo y siempre nos acompañarán.
¡Larga vida a los comercios clásicos del pueblo!